domingo, 3 de mayo de 2015

Del primer amor

Fue una mueca del destino. Ocurrió una tarde, invernal, hace muchos años cuando aún no existían convencimientos de ningún tipo, cuando todavía los compromisos eran solamente palabras futuras.
Pasaron unos meses estupendos. Disfrutaron los fríos, se abrazaron en las noches gélidas matadas por el alcohol en sus sangres. Rompieron espejos, estructuras, libritos de infancia que los tenían atados.
Ella, tan católica, embrujada y sonriente. Tan terca como un burro. Plantada o necia, como sea. Y él, medio flojo, destartalado pero curioso. Entregado al azar, lanzado a hacer cualquier locura para ganarse su corazón, sus ojos, su sonrisa.
Se pasearon el pueblo de punta a punta. Charlaron sobre el tiempo, los sueños y las frustraciones. Intercambiaron conocimientos, mentiras, verdades y algún que otro juego perverso que la mente deja resbalar para desvirgar unos corazones aún tímidos. Aunque se cometan errores o se dejen deslizar palabras imprecisas, el cerebro actúa de esa forma; como un viejo sabio siendo aún demasiado inmaduro.
Lo cierto es que algunas cosas no hacían contacto. En el medio estaba Dios, siempre metido, sin aportar más que confusiones y decisiones a medias. También andaba por allí el Miedo; metiendo la cola en algunas ocasiones para no dejar pensar a esos dos pobres diablos. Ellos eran muy jóvenes para tratar de eludir a estos impostores que los separaban cada vez más.
Él le insistía sobre la libertad, sobre la abolición de los celos, de las injusticias amorosas. Ella, más bien, se movía con sus convicciones y no daba changuí, no quería entregarse a algo diferente.
Pasó un mes; pasó otro más y en el tercero decidieron abrir sus corazones. Por las noches se llamaban a escondidas, por las mañanas se enviaban cartas y por las tardes se encontraban en el mismo banco, de la misma plaza, de su hermosa ciudad. Se aguantaban la cabeza, se sostenían en las malas pero todavía se guardaban secretos. Natural de quien tiene temor a lastimar.
Ocurrió una tarde, sin sol y de viento; en otro banco, de otra plaza. Ella lo miró con falsa ternura y le dijo que ya era suficiente, que necesitaba tiempo; ese tiempo llamado eternidad. Él, por respetuoso nomás, mordió angustia, volteó la cabeza y aguantó esa lágrima pesada que caería, segundos después, en su mejilla sin que ella lo notara. Le contestó sin pensar, trató de ser amable y lo logró. Le cuestionó un poco sobre su decisión y ella lo atropelló. lo pasó por arriba para que no lograra revertir su postura. Le volvió a aclarar sobre el tiempo y le prometió que se mantendrían en contacto.
Caminaron de vuelta, sin tomarse de la mano, sin decir una palabra. Los invadía el desconcierto y la vergüenza. Él la acompañó hasta la esquina de su casa y se despidieron fugazmente. Luego enfiló camino hacia su hogar y sintió una bocina que lo llamaba. Se volteó y vio un brazo extendido, de un hombre que conocía y que lo saludaba, que ya pasaba muy adelante.
Seguro que fue una mueca del destino porque ella no lo llamó más, ni lo mantuvo al tanto de nada. Porque el tiempo sigue siendo eterno como aquella noche de orgasmos compartidos que los separó para siempre. Fue un guiño de la suerte, de la mala, en este caso. Porque pasaron horas, días y semanas hasta que él los vio, caminando de la mano, recorriendo el pueblo de punta a punta, matando fríos nocturnos con alcoholes, encontrándose en el mismo banco, de la misma plaza donde meses atrás él la veía llegar con el orgullo inflándole el pecho. Ahora sí, estaba todo claro. Los observó alejarse hacia el sol, y se dio por enterado que recién estaba naciendo; con 18 años, a la edad que nacen o mueren todos los seres humanos.

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